El macho de la casa

Nada le molesta más que lo acusen de gay, puto o maricón.
Se lo grito cuando peleamos por una naranja, abrir la puerta o una playera.
Ya saben, las clásicas peleas insulsas que se dan entre hermanos con un rango de edad totalmente distanciado.
Quimi tiene 35 años, yo 10 menos.
Y nada le molesta más que lo acusen de gay, puto o maricón.
Se enciende y enloquece, mientras mi madre le pide la verdad y que salga de una vez del clóset.
Eso, le molesta aún más y sigue gritando.
Ensalza sus cualidades de hombre y se erige como el macho de la casa.
Y lo es.
Cómo diablos no.
Sin embargo, un día su discurso se hizo añicos en su propia boca.
Desintegró en tres palabras su lucha viril de años.
Eran las vacaciones de semana santa, comíamos todos en casa de mis padres —ellos estaban de vacaciones en Cancún, y bendito Dios que mi madre no escuchó a su hijo—
Comenzó una sosa conversación sobre los derechos de los homosexuales y mi hermano destacó su alergia a todo lo que huela a arcoiris y se vista de lentejuelas.
—Ya deja ese tema, me rechoca. Habla de otra cosa.
—Ay manito, como si no te gustaran los putos.
—Ya te dije que no soy puto ¡déjame en paz!
—¿Entonces, cómo te defines?
—Yo soy, soy, soy insobornablemente homosexual.
Un incómodo silencio invadió el living.
Mi carcajada derrumbó el geiser.
—Ya lo sabíamos, manito
—Nnno, no, no, no quise decir eso… ¿cómo se dice, Selene? Homo...¡no! ¿hetero?...
—Puto, manito, también se les dice putos.
Se lo grito cuando peleamos por una naranja, abrir la puerta o una playera.
Ya saben, las clásicas peleas insulsas que se dan entre hermanos con un rango de edad totalmente distanciado.
Quimi tiene 35 años, yo 10 menos.
Y nada le molesta más que lo acusen de gay, puto o maricón.
Se enciende y enloquece, mientras mi madre le pide la verdad y que salga de una vez del clóset.
Eso, le molesta aún más y sigue gritando.
Ensalza sus cualidades de hombre y se erige como el macho de la casa.
Y lo es.
Cómo diablos no.
Sin embargo, un día su discurso se hizo añicos en su propia boca.
Desintegró en tres palabras su lucha viril de años.
Eran las vacaciones de semana santa, comíamos todos en casa de mis padres —ellos estaban de vacaciones en Cancún, y bendito Dios que mi madre no escuchó a su hijo—
Comenzó una sosa conversación sobre los derechos de los homosexuales y mi hermano destacó su alergia a todo lo que huela a arcoiris y se vista de lentejuelas.
—Ya deja ese tema, me rechoca. Habla de otra cosa.
—Ay manito, como si no te gustaran los putos.
—Ya te dije que no soy puto ¡déjame en paz!
—¿Entonces, cómo te defines?
—Yo soy, soy, soy insobornablemente homosexual.
Un incómodo silencio invadió el living.
Mi carcajada derrumbó el geiser.
—Ya lo sabíamos, manito
—Nnno, no, no, no quise decir eso… ¿cómo se dice, Selene? Homo...¡no! ¿hetero?...
—Puto, manito, también se les dice putos.
Huí del living y me encerré en el baño para evitar las consecuencias de sus propias confesiones.