El Ticuí

¿Recuerdas Macondo? El calor es igual de insoportable y el sol te quema hasta la raíz de los vellos púbicos. Ese es el Ticuí, Guerrero. Y si pasas algún día por ahí, entenderás que para los melancólicos y los viejos provincianos el resplandor de un lugar paradisiaco culmina con la ruina y la miseria emocional de su gente, de sus tierras y de sus jacales... ese es el Ticuí...¿Recuerdas Macondo?

martes, abril 28, 2009

El Miedo a los marranos



8:30 de la mañana. Apenas ha sonado el despertador y ya me he autodiagnosticado: influenza tipo C. Tengo cansancio extremo. No pienso salir de la casa ni por un incendio en el multifamiliar donde vivo desde hace cinco años.
Ya tengo un síntoma.
Definitivamente, estoy enferma.
¿El dolor de cabeza será otro síntoma o es consecuencia de la suma de desvelos?
Cómo duele. Me están reventando las sienes.
Los noticieros de Televisa, Tv Azteca y CNN no hablan de otra cosa.
En la radio, aunque están por terminarse los noticiarios, la nota sigue siendo la misma.
Cambio de estación, prefiero música pop para esta amarga mañana.
Hasta en las frecuencias románticas el tema es el virus mortal.


9:47 de la mañana. El teléfono ha comenzado a timbrar: “¿Qué sabes de la influenza?”
Y la pregunta se repite en mis dos teléfonos.
Amigos, compañeros de la universidad, familiares.
Todos esperanzados en encontrar en mí, una respuesta tranquilizadora.
El jinete de la peste ha llegado a estas tierras. Formamos parte de las profecías y de los textos bíblicos que aluden al exterminio de la raza humana.

Al menos tomaré un baño de agua fría, ello podría calmar este dolor incesante.


10:24 de la mañana. Un estornudo me toma por sorpresa.
¡Achúuuuuuuuuuuuuu!
Un estornudo insulso, soso, ligero.
Palidezco ante el espejo.
Tengo que hacerme unos análisis.
Dios, cuándo me contagié.
¿El viernes en el bar?
¿El sábado en el súper?
¿El domingo en la tienda de la esquina?
Tal vez es un simple resfriado, he dormido con la ventana abierta.
Repaso pretextos en la mente para tranquilizarme.
Casi lo logro.
Ajá.


11:43 de la mañana. Otra llamada entra al celular: “En San Alejandro encuentras a la primera víctima del virus, lánzate a ver qué pasa. Lo confirmó el presidente de la Comisión legislativa de Salud. No respires en el hospital.”
El dolor de cabeza se agudiza y comienza un escurrimiento nasal ya tradicional de mis mañanas, pero esta mañana tiene otro sentido, uno más peligroso, casi apocalíptico.
¿Qué ropa se pone uno cuando el fin del mundo está tocando a la puerta?
Pensé en una bufanda, pero el imperioso calor me obligó a dejarla tirada en la sala antes de abandonar el búnker.
Maldita sea la necesidad de volverme responsable.
Justo ahora, en la víspera de una pandemia de gripe originada en los marranos, que ha obligado a la Organización Mundial de Salud (OMS) elevar al cuarto nivel de alerta en una escala del uno al seis.


11:45 de la mañana. Me ha dado un mareo tremendo.
Es mi paranoia, es mi miedo o qué está pasando.
¿Está temblando?
Está temblando.
Un temblor de 5.7 grados en la escala de Richter sacude el centro del país.
El epicentro está en Tixtla, Guerrero.
Terremoto y peste.
¡Qué bonito día!


12:16 del día. Un cubreboca y un alcohol en gel, me librarán de la estadística de mortandad de la gripe porcina.
Aquellos que se han cruzado en mi camino rumbo al hospital, están preparados para el virus. Al menos tienen un cubreboca azul de cuestionable calidad que los mantiene en calma.
Me detengo en una farmacia de la 31 Poniente. Los instrumentos contra la pandemia se han agotado, y de acuerdo al software de la empresa, en el resto de las sucursales ya no hay paquetes en existencia.
Cuestiono a la señorita de la farmacia sobre el suyo: “Lo he comprado esta mañana en una tienda de artículos para médicos, me costó 50 pesos.”
Madre del creador.
Cuadras más adelante, estaciono al auto frente a otra farmacia. Los cubreboca son un artículo de lujo. No hay en existencia.
50 pesos por un trapito con hilos, cuyo costo hasta la semana pasada no pasaba de los cincuenta centavos.
Un incremento del 10 mil por ciento.
Sí es el fin del mundo.


12:45 del día.
"Y la tierra se contaminó bajo sus moradores; porque traspasaron las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto sempiterno". Isaías, capítulo 24
El Hospital San Alejandro se llama Manuel Ávila Camacho.
Lo descubro en el camino.
La avenida 15 de Mayo está vacía.
Comienzo a marearme en el patio del nosocomio.
Somos pocos los que estamos desprotegidos.
Somos los menos.
Cubro mi rostro con el antebrazo al ingresar al hospital.
Una señora le está tomando la temperatura a su hijo.
Un señor pasa a escasos dos metros de mí, y estornuda contra un pañuelo desechable.
Médicos, pacientes, enfermeras, intendentes, secretarias, vendedores, todos tienen cubreboca.
Y mi brazo se ha entumido ya de proteger mi nariz.
¿Por qué dejé en casa la bufanda?
Pregunto al personal del nosocomio si me pueden proporcionar un artículo de lujo.
Todas las respuestas fueron negativas.
Cambio de brazo y estiro el derecho para que me circule sangre.
Llego a la dirección, pero no hay nadie que pueda darme informes.
“Es mentira que haya muerto una señora —me informa la secretaria— busque en Comunicación Social del IMSS más información.”
Tampoco me pudo obsequiar un cubrebocas y el teléfono que me ha dado para conseguir más información sería de una joyería, según lo descubriría más tarde.


13:34 del día. Estoy peor que en la mañana. Tengo que pedir ayuda. Ya me acabé de infectar en ese hospital.
Me rodea la infección.
La pesqué el fin de semana.
Me voy a morir.
—¿Atienden a personas que no sean derechohabientes?
—¿Se encuentra bien?
—No, he estornudado un par de veces y me duele la cabeza. ¡Creo que tengo dolor en la espalda!
—Vaya a Urgencias.


13:37 del día. Entro a Urgencias. Un doctor sentado en un rincón del sanatorio, con una deplorable máquina de escribir toma los datos de una señora.
Un letrero enorme en la puerta de cristal establece los cuidados, las formas de estornudar y los síntomas. Leo atentamente la palabra: “Tos”.
Y entonces, mi garganta comienza a rascarme.
Toso nerviosamente.
El vigilante me observa detenidamente.
Un enfermero pide auxilio y espacio para pasar a un enfermo grave en una camilla.
Veo la ambulancia en la entrada.
Es una anciana con gripe.
Me alejo a pasos agigantados de Urgencias.
Regreso nuevamente, y el vigilante me ha cerrado la puerta.
¡Soy la peste!
Corro a la parte posterior de Urgencias.
Parece el área administrativa.
Me acerco a un ventanal con tres señoras detrás.
Parecen amables, pero no me hacen caso.
Hago señas. Toco el vidrio.
Una se apiada de mí y abre una rendija.
—¿Qué se le ofrece?
—¿Atienden a personas que no son derechohabientes?
—¿Qué le pasa?
—Es que tengo los síntomas —dije señalando otro letrero con la información de la pandemia.
—Pues, busque al director, a ver qué le dice —me responde la enfermera al tiempo de cerrar la rendija.


“Por esta causa la maldición consumió la tierra, y sus moradores fueron asolados; por esta causa fueron consumidos los habitantes de la tierra, y disminuyeron los hombres”. Isaías, capítulo 24.


14:20 de la tarde.
Me han convencido desde la redacción que estoy paranoica y me han enviado al Issstep.
Toleré tres minutos la invasión de cubrebocas.
Yo seguía desprotegida y alterada.
Abandoné de inmediato el nosocomio.

Ya era demasiado para mi hipocondría.


14:40 de la tarde.

Telefoneo a mi madre. Está muy espantada con el temblor. Trato de relajarla.

Comienza a espantarme: "En el Santa Fé ya se murió un paciente, me dijo tu hermana. Estoy muy preocupada por ella, se va a infectar. Ya no quiero que esté en el hospital. Tu primo Raúl está grave, pero dicen que de neumonía atípica, dice Irlanda que es influenza".

—¿Y dónde te agarró el temblor?— suelto, para cambiarle el tema

—En las escaleras, con Quimito en mis manos. Cuidate mucho, por favor.

—Es el fin del mundo, mamá.

—Deja de estar jugando, está muy serio todo. Cúbrete, no te hagas la inmortal.

Si supieras, pienso.

15:48 de la tarde.

Recibo una llamada telefónica de un doctor de SAn Alejandro.
Son nueve los casos confirmados, todos diagnosticados como neumonía atípica.
El gobierno está escondiendo cifras.
Decido encerrarme en la redacción.
Nadie me sacará otra vez.

20:35 de la noche.

Estornudé en la oficina.
Escribiré desde mi casa a partir de mañana.


“La úlcera maligna y pestilente sobre los marcados por la Bestia” Apocalipsis, capítulo 15.
***
La imagen corresponde al archivo de CAMBIO y es obra de Ulises Ruiz.
El texto es publicado en el mismo periódico en la edición del martes 28 de abril.

2 Comments:

At 4:23 p.m., Blogger Nallely Ricaño said...

Saluditos!...mejor quedate en tu casa con esto de la "gran epidemia"...ya es cuestión mental....


Besos y mucha luz!!!

 
At 1:50 p.m., Blogger Osbaldo said...

Primita, como vas con tu gripa, influenza o hipocondría, siempre que fue?

Saludos y cuidate,
Tu primo de la ciuda'

 

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