Chabela, la de los pescados
Era otoño y los vientos tropicales azotaban el puerto de Acapulco.
Era octubre, a mediados para ser exactos.
Días antes de que años después azotara “Paulina” el puerto de Acapulco.
Nació Isabela, entre hojas secas y solanos desorientados.
Rumoran que esa fue la razón de su extravagancia.
Isabela, perdía todo antes de tenerlo.
Olvidaba todo antes de saberlo.
Decía todo sin abrir la boca.
Veía todo sin entender absolutamente nada.
Estaba ahí, viviendo en otro lugar emancipada del sol pacífico.
Isabela, nadie la llamó así nunca.
Ella nunca se enteró que ese era su nombre.
Chabela, le decían, Chabela.
Cuando Pepe vio por primera vez a su hija Isabela, supo que ella no hablaría con hombres, que ella sólo al mar entendería.
Y lo supo por sus ojos. Negros, pequeños e indiferentes.
Porque eso sintió su padre al verla, su padre pescador, hijo de pescador y nieto de pescador.
Por las madrugadas, Chabela subía al cayuco y acompañaba a su padre a la pesca.
No hablaba con nadie.
Sonreía nada más y acariciaba a los pescados.
Y cada mañana de sus primeros treinta años de vida, no hizo más que sentarse en el cayuco de su padre.
Hasta que por una tifoidea la dejó sola en el puerto de Acapulco.
Sola, sin cayuco, sin pescados y sin su padre.
Chabela se cansó de buscar a su padre en los cayucos del puerto.
Chabela se cansó de hablar con el mar.
Y ahora, después de sentarse en un cayuco ajeno, se aleja de la playa en busca de su padre en otro lugar.
Chabela visita todas las mañanas la colonia Progreso, del puerto de Acapulco.
Y toca todas las puertas que se le atraviesan para preguntar una sola cosa:
“¿Y los pescados?”
La gente de la colonia Progreso cierra sus puertas cuando la ven llegar, hartos de la loca esa.
Cuando Chabela sube la colonia, los niños gritan:
“Ahí viene Chabela, la loca”
“Chabela, la de los pescados”.
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