El Ticuí

¿Recuerdas Macondo? El calor es igual de insoportable y el sol te quema hasta la raíz de los vellos púbicos. Ese es el Ticuí, Guerrero. Y si pasas algún día por ahí, entenderás que para los melancólicos y los viejos provincianos el resplandor de un lugar paradisiaco culmina con la ruina y la miseria emocional de su gente, de sus tierras y de sus jacales... ese es el Ticuí...¿Recuerdas Macondo?

domingo, marzo 12, 2006

Un beso, el Peje y yo.



Es fácil.
Todo ocurrió en Tepeaca, aunque todo comenzó en la ciudad de los Ángeles, eso por allá del 28 de febrero de ese año que recién concluyó.
Ese sábado, que yo no laboraba, rogué cubrir la presentación de su libro “Un proyecto Alternativo Nación” en un salón jodido en San Manuel. Ahí empezó esto.
Andrés Manuel llegó, habló, acusó de populista a Fox y se fue.
Yo me quedé ahí mirando como se alejaba de mí.
Yo me quedé ahí mirando como yo me quedaba ahí.
Desde ese día, algo en mí suplicaba un beso. Sólo eso, sabe Dios padre, que chingados pasó que mi reacción era el deseo de sentir sus rosados labios sobre mí.

Regresó el ex jefe de gobierno del Defe por ahí de septiembre. Yo de vacaciones, sola en casa, allá en el lugar de los avispones rojos, y ese día de septiembre perdí la oportunidad no nada más de verle, también de sentirle.

Visitó Zacatlán, por ser de los municipios damnificados por las lluvias de octubre. Al final del evento llevado a cabo en el zocalucho del pueblo dañado por los torrentes de agua divina —por eso de que cae del cielo—, yo anhelaba comprar pan para llevarlo a casa y merendar café con pan zacatlaneco, amén de una buena entrevista y un beso que la firmara. Andrés Manuel bajó del templete y se detuvo ante los medios a dar una entrevista.
Heme ahí viéndolo de frente.
Por primera vez, cara a cara.
Su rostro a medio metro de mis ojos de Clara Bella, la vaca pues.
Sus ojos y los míos se cruzaron incontables veces.
No dije nada… me ganó el nerviosismo.
Me tomó del brazo, sabe dios con quien me confundió y caminamos juntos como cuatro metros. Yo le miraba con admiración y miedo, mientras él sonreía y besaba a todo el que se le atravesara.
Sin lugar a dudas, esa era mi oportunidad, íbamos juntos. Él me tomaba del brazo.
Era un día nublado, ideal para una escena romántica, estilo “Joligüt” en la época de los ochentas.
Sin embargo, mi inflado valor se opacó ante el “rayito de esperanza” y ni mi inmensa vanidad logró sacarme del terror escénico.
Con suma y floral delicadeza —claro, similar a la de un carnicero— esquivé su mano y me fui con la derrota bañándome el orgullo.

En Ajalpan, el tabasqueño llegó ya muy tarde. Ese día viajé por tres asuntos: él, su beso y un testimonio de un joven violado por un sacerdote.
Mal día ese viernes. El joven no quiso hablar. El Peje llegó tarde a Ajalpan y su beso quedó en el aire.
Otra vez frente a frente, yo no dejaba de cuestionarle sobre el pleito entre Fox y Hugo Chávez, —el dictador bananero de Venezuela, dijera Germán Dehesa— él evadiendo las preguntas y respondiendo sobre el IFE.
A quema ropa señaló que se escondería un rato por la tregua navideña “por el espíritu navideño”. —Es aquí donde entra rola de circo (tatara tatata tatata taratarata)—
Mal chiste, pero ahí voy de queda bien.
Solté una carcajada enorme, él me acompañó.
Ante mi sumiso comportamiento de güera idiota, aunque en aquellos ayeres vivía la plenitud de una cabellera castaña agresivamente engelada —o sea, con harto gel— Él tocó mi cabeza y me pellizco un cachete, mirándome a los ojos me dijo:
—¿O tú como ves?
—…
Durante nuestro breve encuentro, Andrés Manuel en la puerta de su suburban blanca, se acercaba a mí, tanto, tanto, que pude oler sus respiros, gracias a nuestra incómoda cercanía provocada por los poblanos eufóricos que querían felicitarle.
Esa era mi oportunidad y eso yo lo sabía.
Él estaba a escasos centímetros de mí, pero huí.

Y vino para mi cumpleaños, pero quedamos demasiado lejos.

En Tecamachalco me respondió algunas preguntas y se fue.
Tepeaca. La Plaza de Armas no podría ser más grande, el calor comenzaba a supurarme las axilas, mis cabellos rubios sin forma y sin ganas yacían sobre mi semi desnuda espalda.
Le vi entonar el himno nacional, embutido en su guayabera blanca, con un collar de flores abrazándole los hombros.
Le vi sacudirse de sus canas plateadas el confeti que le celebraba.
Le vi escupir mientras maldecía al gober precioso.
Le vi sudar bajo el sol de Tepeaca.
Bajó del templete entre los aplausos y las porras de los aquellos esperanzados que se asolearon en la plaza del pueblo aquel.
Ahí estaba yo, esperándole bajo las escaleras, con las axilas sudadas, los pies calientes, las manos sucias, el aliento con sabor a coco —me tomé un coco en Tecamachalco pues—, los cabellos rubios desorbitados de su eje, las chichis coquetas y la grabadora encendida.

—Señor, le puedo robar dos minutos, nada más.— le dije mientras una gota de sudor resbalaba desde mi espalda hasta el centro de mis nalgas.
Asintió con un coqueto movimiento de cabeza y una pícara sonrisa veraniega —aunque aún es invierno en el planeta Tierra—.
—Si llegas a ser presidente ¿Mantendrás a Marín en la gubernatura?—solté.
Mientras respondía que él no tolerará a gobernadores corruptos y que hará lo que Fox no hizo, me tomó del brazo.
La entrevista siguió, siguió y siguió.
El mundo se había detenido.
Sólo era él y yo, ambos rodeados de elementos de su “ciudadana” seguridad, y a lo lejos tres reporteros que alcanzaron a meterse en la entrevista.
—Una cosa más, señor.
—¿Sí?
—Dame mi beso, que sólo por eso vine.
Esa maldita sonrisa surgió otra vez.
Pero unos malditos guaruras bloquearon nuestra ya romántica charla.
Nunca me soltó del brazo.
Me hizo un gesto, que yo y mi emoción interpretamos como “acércate”
Pero esos malditos guaruras no me dejaban pasar. Y él lo sabía.
Hizo a un lado a los gorilas esos y me jaló hacia él.
Ahí estábamos, frente a frente.
Cara a cara.
Mi estúpida sonrisa nerviosa atacó mis labios.
—¿Dónde lo quieres?
—Donde quieras. Aquí estoy.

Y me besó a dos escasos milímetros de mi boca.
Un beso tronado, mojado.
Wow.
—Gracias.
—A ti.
Se alejó riéndose y acomodándose su tupé pasado de moda.
Di la vuelta y el mundo comenzó a moverse otra vez.
Sentí el aire nuevamente.

—¡Pinche güera gandalla!— me gritó alguien.
—A huevo— le respondí.


(Fotografía: Tere Murillo/San Martín Texmelucan)